Si los camellos fuesen cocodrilos: Egipto desde el Nilo

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Si los camellos fuesen los nuevos cocodrilos del Nilo, esta vez apostados a sus orillas pero nunca dentro del río, ahora comiendo a sonrisas en lugar de usar dientes afilados, tendrían alimento fácil al alcance de sus dentaduras: nosotros, los viajeros que tanto disfrutamos de la compañía camella y su color pardo peludo.

Se ven caravanas de personas sobre los animales jorobados por las costas de Nubia, fardos y monturas de colores vivos en tejidos de algodón.
El polvo y el brillo que dan el cielo, el río, el desierto y el viento son la vida de las islas del Nilo y sus riberas. Del pozo de aguas verdes y azules del río se mira al blanco, crema y beige del desierto. Del desierto se pasa al cielo azul con explosión blanca de luz. Una vez aburrida la mirada, se vira al Nilo, que recoge a los ojos junto a todo lo demás.

Sobrevolar el río Nilo se hace fácil cuando vas navegando dentro de él. Las imágenes del mar se solapan en la imaginación. Los barrenderos de la mente acercan un poco de arena hacia los bordes, otro poco, más y más. Así es como se compone un río que se hace mar a lo largo y casi a lo ancho. Sólo esa línea territorial de verdor y arena que pusieron los antiguos barrenderos del lugar separa el océano universal con el Nilo.

Quien sobrevuele de verdad el Nilo desde el cielo no puede tener una imagen panorámica tan clara como sus navegantes. El Nilo sólo se deja conocer de verdad cuando pruebas su agua, sea montado en una máquina de transporte o a nado, atrevido aventurero.
Si vas por el cielo podrás ver en miniatura las enormes creaciones antiguas que ahora concebimos como piedras conjuntas, los templos y pirámides, las mastabas, los gigantes de roca. Son pruebas geométricas ante unos dioses muy estrictos con las formas, la luz y el agua. Los dioses egipcios fueron los caseros más elevados que ha habido nunca.
Ellos siguen ahí: guardan los templos antiguos, que desearían seguir escondidos. Ya hace tiempo que no les dejamos.
Nos admiramos de lo bien que envejecen, conservando su color como una diva de piedra maquillada a diario. Se nos pega su color desde el cielo, nos volvemos de caliza cremosa mientras los visitamos. El sol ha permanecido antes, durante y después de las dinastías, reinados y dictaduras dorando personas y conceptos sobre el Sahara.
En Egipto quien no tiene sol es porque no quiere. Quien desea tejados en El Cairo y otras ciudades no tiene la misma suerte. Pocas veces podría hablarse allí de empezar la casa por el tejado: la vista los cubre escasos. Los impuestos sobre la vivienda quitan las tejas y dejan a los inquilinos entre barras férreas y ladrillos. Para ellos es un alivio que no llueva.

La corriente es fuerte, las líneas de letras se escapan de las manos al torso, suben por el cuello a los ojos y se escapan hacia el río. Escribir en Egipto es muy difícil, esa es la verdadera maldición si hay alguna que sea tan buena: el asombro ciega a las letras, las hincha y las deshincha, las descarta. El escritor se vuelve arena, cada partícula hacia un punto, la atención disgregada. Nadie por sí sólo puede abarcar un lugar tan maravilloso como Egipto con sus letras. Ni Flaubert podía, como declaraba en las cartas que le escribía a su madre desde la faluca en la que recorría el Nilo.
Quizás por todo ello lo mejor al ir a Egipto es abandonar boli y papel, pantalla y teclado, y dejarse llevar por los paseos, las telas suaves, la buena compañía, los camellos y el nuevo mundo que suele ser el país de las arenas para cualquiera.
En cualquier caso, es necesario llevar una cámara que registre imágenes al paso calmo de los camellos y no desesperar por la falta de cocodrilos en el Nilo. Algún día los volverán a poner, y entonces nadar en el Río de la Vida volverá a tener emoción de verdad.

Mjølk

Imagen propia, tomada el 5 de febrero de 2015 en Nubia, Egipto